«Mi casa se encuentra en la misma calle donde yo jugaba en mi niñez y eso me permite recordar fácilmente cada canción a la comba»
Durante las vacaciones de verano mi hermano y yo esperábamos con impaciencia los atardeceres. Era entonces cuando nos dábamos un baño, nos poníamos guapos y dando un paseo a pie, llegábamos a casa de mi tía Paca. En la calle donde vivía mi tía era donde todos los chicos y chicas de la zona nos reuníamos para jugar. A finales de los 70, rara vez pasaba un coche por aquella calle, así que jugábamos tranquilos hasta el anochecer. La cuerda, el elástico, las canicas, el castillo o rayuela… y un sinfín de juegos en los que nos enfrascábamos todos durante las tardes de estío. A mí me gustaba jugar con mi prima Mercedes, que era dos años mayor que yo, mi hermano al no tener primo de edad similar, lo hacía con los niños de la calle que sí la tenían. Mi momento favorito era cuando la tita Paca nos llamaba para merendar. Normalmente había pan con chocolate, cosa que nos gustaba muchísimo, así que sin rechistar entrábamos en casa, nos lavábamos las manos, cogíamos el bocata y regresábamos a la calle a sentarnos en un sitio tranquilo a la sombrita. Mi prima Merce le cogía entonces a su madre una revista-catálogo americana bastante extensa en donde había una infinidad de productos para la decoración, algo así como las que hay hoy en día de IKEA, pero a lo bestia y con un estilo diametralmente opuesto. Después de ojear sus páginas, escogíamos los artículos con los que decoraríamos nuestra hipotética casa, y así, soñando con un hogar, nos pasábamos los minutos de merienda, que se convertían en horas. Al cabo de los años, mi casa actual se encuentra curiosamente en la misma calle donde yo jugaba en mi niñez y eso me permite recordar fácilmente cada canción a la comba “…una vieja se cayó rodando, y se hizo una brecha de los pies a la cabeza…” , cada rotura en las rodillas de los pantalones, cada rebeca anudada en las caderas que se perdían con las carreras del juego, cada zapato desgastado en las punteras, cada tarde que nos hacíamos los remolones y nos quedábamos a dormir en casa de mi prima Merce, que en verano era también la nuestra y cada momento feliz de la niñez que aunque ya se perdió en el tiempo, la cercanía de mi hogar me lo recuerda cada vez que piso mi calle. Pensándolo bien resulta paradójico que la felicidad, la seguridad y la confianza que me da hoy en día mi casa, son las mismas que sentía cuando era niña en esa calle. Definitivamente el concepto de hogar varía según nuestras necesidades y experiencias.