Once Recuerdos

Llegó el momento, hay que volver. Voy a buscar la maleta roja a la habitación, la de los viajes  de fin de semana, y recuerdo tantos en los que me despertaba allí mi abuelo con un beso antes  de irse a hacer la compra con mi padre. Esa carita arrugada, coronada por su mascota beige, que siempre llevaba adornada con una pluma de las que se les caen a los pavos reales del Parque El Mayeto, sigue viva en mi memoria.  En la silla de la salita están mi bolso y las gafas de sol. Cuántas veces me sentaba ahí mi madre para recogerme el pelo en una coleta antes de ir al colegio. Azorín está muy cerca, pero en el corto trayecto que hay hasta allí, le daba tiempo al viento a sacarme cinco o seis rizos castaños alrededor de la frente. Me doy cuenta de que no es de ahora, ha sido indomable desde hace ya
bastante…
Cómo irme sin un poquito de arranque. Pensar en esa cocina es oler a caracoles, a tortilla de patatas, a menudo y a berza. Qué le vamos a hacer, no puedo ocultar que he sido, soy y seré aficionada al buen comer.  Salgo al balcón y miro al mar. Quiero llevarme una bocanada de aire con olor a sal, y el recuerdo de las noches de luna, de conversaciones y de grillos de fondo hasta las tantas.
Me despido de mis padres, que a diferencia de otros días que cabecean viendo la tele en el salón, hoy me esperan con una media sonrisa junto a la puerta. Mi padre es el que peor lo lleva, o al menos el que peor lo esconde. En cada adiós veo en sus ojos verdes a dos niñas, doradas por el sol, preparando la bolsita con los cubos y las palas, en esta misma puerta, antes de bajar a la playa del Picobarro. A esas mismas niñas, aunque ya un poco más crecidas, dando gritos y corriendo por toda la casa, sin más motivos que las cosas de la edad… También a dos  mujercitas, que se sientan a la mesa en el comedor y hablan de trabajo, de viajes y de reformas entusiasmadamente. Aunque hay un hilo de tristeza en su mirada, me dice a través  de ella que así es como tiene que ser.
Dejo atrás la rotonda de la base y otro poquito de mí en este pueblo, y antes de encaminarme a la carretera, miro al cuarto piso del primer bloque de la barriada San Antonio. Mi abuela me  saluda con la mano desde el balcón. Los años le han quitado vista, pero el instinto le dice que el coche negro que está pasando en este momento es el mío. Ese cuarto piso al que no pesaba subir a desayunar magdalenas cada Madrugá al paso del Nazareno y a tomarme unas  aceitunas en los miércoles de mercadillo.
Ya hace casi once años que me despedí de esta manera por primera vez. Eran tres contra una y aún así sentían que perdían… No era una pérdida, sólo una pequeña prolongación de la distancia. Son noventa minutos o un pestañeo.
El camino se hace corto. Cada visita me da el soplo de vida que me hace falta para seguir con fuerza. Llego a casa. Aún está un poco vacía aunque ya está amueblada totalmente. No importa. Soy feliz al pensar que algún día estará tan llena, que en cada rincón podré reír y llorar porque tendrán cientos de anécdotas, historias y recuerdos que convivirán a diario con nosotros y que nos acompañarán siempre.

 

Yolanda Márquez Vera

 

Yolanda

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